El ático donde vive se extiende por toda la séptima planta de un
edificio en el elegante barrio madrileño de Salamanca.
Las rojas paredes
están saturadas de cuadros y fotografías de marcos dorados o plateados,
y en las mesillas y vitrinas se apretujan objetos de cristal, cerámica y
mármol.
Preside el salón una enorme pintura del mallorquín
Joan Miquel Roca Fuster.
Es ella, desnuda, apenas ataviada con un velo, en medio de una escena onírica. Antes que su dueña, aparece con sigilo
Cuchi,
un caniche enano gris.
“Es la tercera mascota que tengo. Y todos se han
llamado Cuchi: cuchi-cuchi-cuchi”, interviene Sara Montiel, que entra
en escena procedente de su dormitorio y ofrece la mano derecha para
saludar.
Lleva un vestido blanco y unas sandalias con incrustaciones doradas.
Sus uñas –postizas– son verdes. Su pelo, rojo, recogido con una coleta.
Acaba de lavarse la cara, no está maquillada. Solo se ha puesto un poco
de Nivea sobre la piel bronceada, “secuela del verano en la playa”,
cuenta. Se sienta, delicada, en un sillón gris de flores, suspira y
coloca las manos sobre el regazo. Ahí está. Es Saritísima, la última
diva.
Tiene 84 años (“nunca he ocultado mi edad”) y afirma –categórica– que sigue estando vigente. Amadrina este fin de semana
el festival de cine de Almería AWFF, que además rinde tributo a su contribución al
western
.
Y no piensa bajarse de los escenarios. “En primavera me pongo a dar
conciertos. Y me va muy bien. Pero en diciembre y enero no hago nada,
¿eh? El año pasado hice seis galas.
Me quieren mucho en toda España.
Estoy dos horas en el escenario y todos salen encantados. Y no hago nada
para cuidar mi voz”, dice mientras enseña orgullosa un póster de una
actuación en Zamora del pasado junio
. Aparece recostada, cubierta por
una sábana rosa pálido y con un puro en la mano.
No había quien financiara la película. “¿Para qué
recuperar los cuplés?”. El productor Juan de Orduña escuchaba una y otra
vez la misma pregunta.
Tras tanta insistencia, su hermano logró
conseguir un pequeño crédito gracias a un aval.
Sara Montiel acababa de
hacer
Yuma en Hollywood y, previa advertencia sobre las limitaciones de rodaje, viajó a Barcelona para protagonizar
El último cuplé.
Orduña quería que una “cantante profesional” doblara a la actriz en
todas las canciones que tenía que interpretar, pero no hubo quien
aceptara sin que le pagaran en el acto.
Así que la protagonista tuvo que
hacerlo. Pidió a la orquesta que bajara medio tono para adaptarse a su
voz y comenzó a entonar
Nena, Clavelitos, Ven y ven.
Fueron tres meses de rodaje llenos de obstáculos. Los decorados eran
de cartón.
Hubo a quien le tocó usar un vestido de papel.
Se hacía una
única toma de cada plano porque no había película para más. Un día, el
director estadounidense
Anthony Mann,
entonces esposo de Sara Montiel, visitó el plató y, al ver la
precariedad de medios con la que se trabajaba, concluyó que la cinta
estaba destinada al fracaso.
“Nunca había trabajado en condiciones tan
malas. Después de haber estado en México y EE UU, esto era pésimo”,
recuerda ahora la actriz, quien al acabar la filmación se fue a Nueva
York.
Transcurría la primavera de 1957 y el teléfono comenzó a sonar con
noticias inesperadas:
“La película es todo un éxito. El cine Rialto está
a reventar. La gente tiene que comprar las entradas con varias semanas
de antelación.
Esto ya es un fenómeno social”. ¡Por fin! Sara Montiel
llevaba años soñando que un día, no muy lejano, fuera recibida en un
aeropuerto por una multitud de gente y de fotógrafos (“como le ocurría a
Sofía Loren”). Y ese día había llegado.
Un gentío alborotado y decenas
de flases le dieron la bienvenida en Barajas.
A partir de entonces, el éxito fue estratosférico.
Comenzó a
protagonizar una cadena de melodramas musicales. Puso su tarifa: “Un
millón de dólares por película”. Ella misma elegía las canciones que iba
a interpretar.
También el vestuario, para que estuviera a juego con la
escenografía. Y hasta el horario de trabajo: “Porque me negué a volver a
madrugar. En México y EE UU tenía que levantarme a las cinco y media o
seis de la mañana. ¡Nunca más!”. Se olvidó de Hollywood: “En todas
partes cayó
El último cuplé como una avalancha y en todas partes triunfó. ¿Quién, en un caso así, querría volver a hacer de india?”.
Jamás tuve relaciones amorosas con Gary Cooper.
Fuimos amigos, y ya. Si hubiera querido, habría hecho el amor con él,
pero no quise”
Se dicen muchas cosas de Sara Montiel. Se dice que
exigía una media, a manera de filtro, en todas las cámaras que captaban
su imagen. “¿Tú crees? Es ridículo. Solo pido luz blanca directa a la
cara
. No necesito nada más para salir estupenda. Tengo una maquilladora,
es verdad, pero me da muy poco fondo, me gusta muy tenue. Así ha sido
siempre”.
Se dice que usa peluca. “Uuuuy, ¡mira el pelo que tengo! A mi edad
tengo mucho, ¿comprendes? Ahora, cuando voy a la televisión me pongo
como una leona, ¿eh? Me lo rizo muy bien y ya está”.
Se dice que en realidad no canta. “No sé quién comenzó a difundir eso
de que me doblaban. ¡Nunca! Mira: tal vez no sea la mejor cantante,
pero sé interpretar. Y muy bien. He grabado unas novecientas canciones.
En 1969 hice
Sara Montiel en persona para que el público fuera a
verme, porque no me conocían, solo me habían visto en la pantalla. Fue
un poco, también, para callar ese rumor de que yo no cantaba”.
Se dice que es aficionada a la cirugía plástica.
“¡Jamás! Pero si no
tengo arrugas. Algunas líneas de expresión, sí. Muy finas, pero no son
arrugas.
No tengo bolsas ni ojeras. No me he hecho nada en la cara,
¿ves? Yo no soy como las de ahora, todas operadas. Se ponen unos morros
impresionantes. Yo no me pongo morcillas.
¿No has visto que hay algunas
que parecen patos? Ay, me hacen mucha gracia”.
Se dice que pasa sus días en sendos rituales de belleza. “Para nada.
Mi madre me decía: ‘Ay, hija mía, cuando seas mayor vas a tener la piel
de lagarto’. Porque me lavo la cara nada más que con jabón, el que sea, y
después, loción para hidratar. Siempre por la mañana
. Tengo los poros
muy finos y nunca he tenido problema. Soy muy blanca, piel delicada,
fina, pero sin arrugas. Y me maquillo muy poco. Eso sí, me pinto bien
los ojos y la cejas”.
Se dice que intimó demasiado con Marlon Brando.
“Ah, eso es por los
huevos de Marlon. Lo conocí en 1951, en una película que él hacía con
Frank Sinatra. Luego nos volvimos a ver cuatro años después, cuando él
rodaba
Sayonara.
Una vez le dije: ‘Yo hago unos huevos fritos
con ajos, a lo manchego, ¡que pa qué te cuento!’. Y ahí quedó la cosa.
Como a las dos semanas, a las cinco de la mañana, Margareth, una criada
divina, negra del sur, que teníamos Anthony Mann y yo me despertó:
‘¡Señora, Marlon Brando está en la cocina!’. Pues salí, le hice unos
huevos fritos con ajos y un café que me salió buenísimo. Luego él no
paraba de decir: ‘He comido huevos manchegos, huevos de la tierra de Don
Quijote’.
Muy majo. Compartíamos también el gusto por México, donde él
había hecho
¡Viva Zapata!, pero nada más”.
Se dice que fue amante de Gary Cooper. “¡Ay, por favor! Jamás tuve
relaciones amorosas con él. Fuimos amigos, y ya. Cuando lo traté, yo
estaba con
Severo Ochoa.
Es cierto que si hubiera querido, habría hecho el amor con Gary Cooper. Pero no quise”.
En resumen, “se dicen muchas mentiras”, aclara, “y ninguna me ha afectado. Estoy acostumbrada”.
Sara Montiel estuvo a punto de no nacer. Cuando su
madre supo que estaba embarazada por segunda vez, decidió que era mejor
“que el niño no viniera al mundo”.
Los tiempos “estaban muy difíciles”
como para que la familia creciera tan rápido y, a escondidas, salió de
su pueblo para abortar. Pero nadie se dio cuenta de que en el vientre
tenía dos placentas. Le sacaron una y la otra siguió creciendo. “Fíjate:
tal vez hubiera podido tener una gemela o gemelo”.
No lo tuvo, pero sus
padres se encargaron de que ella tuviera suficiente presencia. Por eso
se llama María Antonia Alejandra Vicenta Elpidia Isidora Abad Fernández.
En 1928, Campo de Criptana (Ciudad Real) era un pueblo humilde que
subsistía gracias a la agricultura.
Al estallar la Guerra Civil, los
Abad Fernández se fueron a Orihuela (Alicante), y ahí la futura estrella
comenzó a estudiar en un colegio de monjas, donde sor Leocadia le
enseñó a cantar. Antonia tenía 16 años cuando en la Semana Santa de 1941
cantó una saeta que escuchó el periodista
José Ángel Ezcurra, fundador de la revista
Triunfo, y quiso conocerla.
"El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa.
Pero fue un amor imposible. Clandestino
. Estaba casado y, además, no
pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas"
Ezcurra le puso una profesora de canto y la animó a presentarse a un concurso. Interpretó
La morena de mi copla y ganó.
Luego la llevaron a Barcelona para hacer unas pruebas de cine, y debutó, no sin ciertas reticencias, con
Empezó en boda,
al lado de Fernando Fernán-Gómez. “Fue el primero que me besó. Yo tenía
16 años y no sabía. Y me explicó cómo se hacían las películas. Yo creía
que se hacían como se ven: del principio al final”.
Pensó en Alejandra como nombre artístico.
Pero al ilustrador Henrique
Herreros no le gustó. Requería un “apellido contundente”, como Montiel.
Por su parte, ella recordó que su bisabuela se llamaba Sara, un nombre
que le agradaba. Así nació Sara Montiel. Y así la llamaron por primera
vez en
la revista Primer Plano.
Llegaron más películas. En
Locura de amor,
por ejemplo, hizo de “mala malísima”. “Pero ahí el público comenzó a
notar que en realidad yo estaba buenísima”. Sentía, con todo, que su
carrera de actriz no despegaba. Un día, el dramaturgo Miguel Mihura (“mi
primer amor, el hombre que me hizo mujer y al que volvía loco en la
cama y dejaba como un trapo”) la recomendó a la productora Hispamex, que
la contrató para hacer
Furia roja en México.
Sara Montiel llegó al Distrito Federal acompañada por su madre en
abril de 1950. “¡Ay, qué país México! Qué sitios, qué comida, qué gente.
Una industria cinematográfica muy profesional, en plena época de oro.
¡Y la gente se podía divorciar! Una realidad que contrastaba con la
España cutre que teníamos. Al instante me hice famosa. Cómo no, si me
pusieron al lado de Pedro Infante. Hice tres películas con él. Y me hice
mexicana, claro. Todavía tengo mi carta de nacionalidad en la caja
fuerte. Cuando me casé con Tony Mann, en Los Ángeles, me casé con mi
otro pasaporte, el mexicano”.
Se había ido a EE UU sin hablar inglés (“lo aprendí fonéticamente,
apuntando los diálogos como debía pronunciarlos”) para hacer películas
como
Veracruz y
Serenade, donde conoció a Mann. Pero tras el éxito de
El último cuplé centró su vida artística en España, hasta que en los setenta dejó de filmar. “Después de
Cinco almohadas para una noche me di cuenta de que el destape no era para mí. Era muy vulgar. Tuve muchas ofertas, pero no acepté”.
México contaba con refugiados españoles de primer nivel.
Gracias a
José Puche, que había sido ministro de Sanidad en la República de Juan
Negrín, Sara Montiel empezó a rodearse de intelectuales. Ella, que nunca
ha sido “mujer de escuela y universidades”, tuvo “al mejor maestro”: el
poeta León Felipe.
“León no soportaba que yo no supiera leer bien, que
fuera tan ingenua, inculta. Me daba libros de historia de México. Y yo
los leía, los copiaba
. Así aprendí a leer y escribir. Me puso a estudiar
teatro. Se enamoró de mí. Pero… yo no. Y creo que le decepcioné. A sus
tertulias acudía gente como Alfonso Reyes o Pablo Neruda.
Un día me
presentó a Diego Rivera y a Frida Kahlo. Jamás imaginé estar con gente
así”.
Tampoco imaginó conocer a Hemingway. “Fuimos a Cuba a grabar unos
exteriores y [la mecenas] María Luisa Gómez Mena organizó una cena para
el equipo en su mansión. Invitó a más gente, entre ellos a Ernesto. Al
acabar, salieron los criados con unos puros.
Él cogió dos y me dijo: ‘No
sé por qué me da que tú vas a fumar muy bien.
Como la señora Gómez
Mena, muy elegante’. Uy, yo casi me ahogo con el humo. Y él me dijo: ‘No
tienes que tragarlo: no debe llegar más allá de la punta de tu lengua’.
Y eso he hecho hasta ahora. Fumo de vez en cuando. Y sé que lo hago con
la mano muy bien puesta. Hay mujeres que cogen el cigarro mal,
arrugado, pero yo lo hago con la mano estirada. Me lo ha dicho mucha
gente, y sé que tengo ese don.”
"Una estrella no iba al supermercado a comprar
un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la
camisa por fuera. Hoy sí. Por eso la gente no les tiene respeto"
La estrella siempre tiene planes. “Guardo 150
vestidos de noche.
Cuando tenga tiempo y ganas, haré una exposición con
ellos. Cogeré a dos o tres modelos y haré una fiesta a beneficio de
algo.
También pienso vender esta casa. Ya es de mis hijos, y la quieren
vender. Iremos al piso de la plaza de España”.
Tiene una memoria precisa.
“Es demasiada. A veces no quisiera
tenerla. Me acuerdo muy bien de todo, y eso no a todos les gusta”.
Cuando empieza a ver las fotos incluidas en su autobiografía
Vivir es un placer
(Plaza & Janés, 2000) recuerda fechas y circunstancias en que
fueron tomadas. “Me veo y digo: ‘¡Coño!, ¿yo era así?… ¡Madre mía!”.
Tiene dos hijos y el recuerdo de muchos que no fueron. “He tenido 11
abortos. El último, a los 51 años. Intenté e intenté parir, pero no
pude. Al final adopté a Thais y Zeus, a los que amo con todo mi corazón.
En 1959 casi lo logré. Tenía una panza enorme de ocho meses y me caí al
salir del estudio de mi marido.
De culo, sentada, empecé a reír: ¿Pero
será posible? ¿Seré tonta? A las cuatro horas empecé a sangrar como un
cochinillo al que le rajan el cuello. Me hicieron una cesárea.
El bebé
había muerto en el momento en que me caí. Me dijeron que tendría
secuelas debido al edema de Quint, y así fue. Me quedaba embarazada,
pero a los tres, cuatro, cinco meses…, todos los perdía causa de una
inflamación en los tejidos blandos”.
Tiene nostalgia de sus amores. “Cuatro matrimonios y, ¡uy!, ya perdí
la cuenta de los novios
. El primero fue Miguel Mihura
. Yo tenía 17 años y
él 40. A León Felipe lo quise, pero no me enamoré. El gran amor de mi
vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Lo
vi por primera vez en el consulado mexicano de Nueva York y me gustó de
inmediato. Y yo a él. Pero estaba casado y, además, no pegaba que él
estuviera investigando y yo haciendo películas. ¿Qué iba a ser mi vida
con él? ¿Él en su laboratorio y yo tomando el té con las esposas de
otros científicos?
No. Con Tony Mann estuve casi siete años, hasta que
nos divorciamos porque cada uno tenía sus planes. Chente [el empresario
José Vicente Ramírez García-Olalla] fue un error. Quería que dejara mi
carrera y se apropió de buena parte de mi dinero. Pepe Tous fue mi gran
compañero, ¡27 años juntos! A él le debo el impulso de la faceta de
cantante y principalmente que fue un gran padre para mis hijos hasta el
último de sus días”. ¿Y ahora? “Tengo un amigo con derecho a cosquillas.
No digo más”.
El sol entra por la ventana mientras Sara habla en su rincón favorito,
un sillón floreado donde ve películas en una pantalla de 85 pulgadas
durante horas
. Allí se esfuerza por explicar por qué ella no es “alguien
normal”.
“No soy la clásica señora. En absoluto.
Estoy escribiendo y grabando
cosas que publicaré luego o cuando muera. Tengo 84 años, ya no tengo
mucho tiempo, soy consciente.
Pero desde hace 54 años [cuando triunfó
El último cuplé]
no ha salido nadie como yo, que haga las taquillas que hacía yo. Tengo
una placa en un cine de México porque estuve tres años con
El último cuplé. Y eso no vuelve a repetirse. Mi éxito, lo que me pasó a mí, llegar a lo que llegué, ya es muy difícil”.
Y la época que usted protagonizó, ¿tampoco volverá? “Ya no.
Porque se acabó el
glamour
de antes. Era otra manera de lanzar a las estrellas. Los estudios nos
cuidaban mucho. Nos protegían. Una estrella no iba al supermercado a
comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones
cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Y por eso la gente no les
tiene respeto. Ahora la gente no se mata por ver a una estrella, las
tienen en anuncios, en la tele…”.
Ella sigue cuidando sus apariciones públicas. “Siempre visto de rojo,
negro o blanco, un consejo que me dio Marlene Dietrich”. Disfruta
hablando horas sobre su trayectoria. Pero siempre se guarda algo. Ha
sido la primera española en Hollywood. Es la última diva. “Hay que
mantener el misterio”, concluye.
Pues eso Sara, pisa con garbo que un relicario nos vamos a hacer. Descansa en Paz con tus recuerdos.