No hay nada más parecido a un melodrama que una familia real.
Hay ocasiones en que la vida te regala una sorpresa. El pasado sábado
en Londres entré en una tienda de Paul Smith, el diseñador inglés que
se ha hecho famoso con su lema “clásicos pero con un twist”. Buscaba un traje con twist y color, y un caballero espigado, simpático a más no poder, pelín hippy,
nos dio la bienvenida con un “pasen y vean”, como si fuera el domador
de un circo o el propietario de un gabinete de curiosidades . Ropa,
muebles y cerámicas conviven en su tienda de Albemarle Street. Era él, Paul Smith. Me recordó a Elena Benarroch que también atiende en su tienda con idéntico savoir faire. Smith vino hacia mí y un encargado le informó de que el traje que
buscaba no estaba en esa tienda. Entonces me llevó hacia su selección de
trajes, en colores arrogantes, se fijó en el verde, y me dijo: “Este
color es muy tú”. Y yo aproveche el intercambio. “No, Paul. Es muy tú”.
Él rió, habíamos hecho contacto. “Si te digo la verdad”, continuó Paul
Smith, “estoy hecho un lío, ya no recuerdo cuál es el color que he
escogido como referencia para el año próximo”, soltó.
La vida es perfecta en momentos así. Por eso, imagino que todo va a salirle bien a Cristiano Ronaldo en la Juventus. Y que también le irá bien a Florentino ahora que se ha aliviado e inicia su proyecto Julen Lopetegui. Debe de ser porque han surgido ante nuestras retinas a la vez, pero
Lopetegui y Pablo Casado parecen hombres en la encrucijada de tomar el
camino que cambiará su vida. O de aprovechar el asueto del verano para
refrescarse, lo necesitan. Cristiano debería invitarlos a su suntuosa
villa griega, donde está todo el tiempo jugando al vóley-playa con un
escueto bañador blanco que es como la respuesta siglo XXI al de Ursula
Andress saliendo del mar en la película Dr. No. Recordando esa imagen de la actriz sueca pienso en la redacción de la revista Fotogramas en Barcelona. Se ha publicado que la empresa editora de la revista la obliga a trasladarse a Madrid
dejando atrás décadas de historia. Me apena porque la medida afecta a
personas que no desean mudarse a Madrid. Y también me preocupa por el
archivo de la revista, que podría dispersarse.
En una ocasión la revista Vanity Fair me encargó una entrevista a Sofia Loren, y Elisenda Nadal, la directora eterna de Fotogramas,
tuvo un gran gesto. Pese a que se trataba de una revista de la
competencia, me sugirió que revisara en el archivo todo sobre Sofia
Loren. “Son muchas carpetas pero al mirar las fotos seguro que se te
ocurre algo que preguntarle”. Bingo, sustraje imágenes de grandes
peinados, gafas y grandes declaraciones de Loren y cuando se las enseñé
en Roma durante la entrevista, ella misma me preguntó: “Todo esto, ¿no
será de Fotogramas?” En este espíritu de buen rollo veraniego pienso que todo también saldrá bien para el archivo y la mudanza.
Vivimos tiempos de mudanzas. Todo se está moviendo, Meghan Markle le está pisando los talones a Kate Middleton
en una libre competencia que nos traerá muchas alegrías. Y ayudara a
digerir las conversaciones grabadas a la princesa Corinna, que ahora más
que amiga entrañable es un peligro real. Siempre sospeché que un día
Corinna dejaría de mostrar dientes y enseñaría uñas de testaferro. Recuerdo cuando la conocí en una fiesta en Miami durante Art Basel. Espléndida, guapa, de mi edad y la de la infanta Cristina, me dijo que
para ella la confianza era lo más importante en la vida: “Es lo primero
que otorgas. Y lo primero que pierdes”. Ganar y perder. Que es en lo que andan Kate y Meghan, las nuevas lady
Di y Sarah Ferguson pero en tiempos del Brexit. Mientras Kate viste
solo firmas inglesas, con esa autosuficiencia tan de Paquita Salas y que
los británicos tratan de sostener desde siempre, Meghan hace gala de
diseñadores clasicorros americanos como Ralph Lauren para acentuar su
origen. Ha sido maravilloso verla ganar ese duelo de nacionalismos en
dos ocasiones y con dos colores: amarillo y verde kaki. Aunque los
trajes que propone tienen un fuerte olor a naftalina y una clarísima
influencia Dinastía, la serie que trituró melodrama y glamour en los años ochenta. No hay nada más parecido a una serie melodramática de prime time que una familia real reunida. Con o sin Corinna.
Pionera de la cirugía plástica, ayudó a los judíos que huían de la
Gestapo Se curtió operando a heridos de la Primera Guerra Mundial. Desde
el quirófano, luchó por el voto femenino e intentó hacer justicia con
el bisturí.
DIJERON DE MÍ que estaba dos veces loca”. Así recordaba Suzanne Noël
(1878–1954) la reacción de amigos y familiares al verla compaginar su
trabajo de cirujana plástica
con la defensa de los derechos de la mujer. Ni esa carrera ni esa lucha
eran lo que esperaban de una burguesa nacida en Laon, al noreste de
Francia, donde creció aprendiendo a pintar y a coser. Sin embargo, ella
quería estudiar. Y fue su marido, no su familia, quien le abrió esa
puerta. Con 19 años, se casó con el médico Henri Pertat, que le ayudó a
acabar el bachillerato y la animó a empezar Medicina, carrera que
terminó con la cuarta mejor nota de su promoción.
Una pasantía con el doctor Hippolyte Morestin despertó su vocación
de cirujana. El experto en cáncer de lengua y reconstrucción maxilar se
convirtió en un referente durante la Primera Guerra Mundial. La contienda trajo nuevas armas y formas de defensa; por ejemplo, la
trinchera, que protegía el cuerpo del soldado, pero no la cabeza,
cubierta por un casco que les salvaba la vida pero no les libraba de las
mutilaciones. Hasta 15.000 hombres sufrieron amputaciones en cara,
cráneo y mandíbula. Se les conoció como bocas rotas, y el Gobierno francés creó los
servicios especiales de prótesis bucomaxilofacial y restauración de la
cara para atenderlos. Morestin fue su principal salvador y una
inspiración para Noël, que en 1916 cambió los liftings por la
reconstrucción de narices, mandíbulas y orejas para dejar a los
militares casi como eran antes de partir al frente.
Cirugía contra el machismo
Así empezó su andadura como cirujana, y por eso, cuando alguien
tachaba su disciplina de superficial, replicaba: “Es una bendición para
la humanidad”. Que alguien quisiera cambiar su apariencia solo podía ser
fruto de “una amarga necesidad”. Así lo entendió cuando se dio cuenta
de que las mujeres estaban sometidas a la dictadura de la imagen y creía
que no debían ver en la cirugía estética una cadena más, sino una
aliada.
En sus memorias cuenta el caso de una de las primeras pacientes a las
que atendió sin cobrar. La mujer era madre soltera y había sido
despedida y sustituida por otra de menos edad. Según lo veía Noël, con
su operación no solo le regalaba un cutis nuevo: también le daba
opciones. Por eso se alegró tanto cuando la mujer recuperó su puesto
tras la intervención. Para la doctora, como indicó Jacqueline Jacquemin,
exalumna y biógrafa, “la operación empezaba con la primera visita, no
en el momento de la incisión”. La edad también era una preocupación para mujeres con posibles. Sarah Bernhardt
fue un ejemplo. En 1912, la actriz llegó de Nueva York, donde se había
hecho un lifting del que no había quedado satisfecha, y se puso en manos
de Noël, que tenía una consulta muy conocida en París habilitada en una
habitación de su casa de la avenida de Charles Floquet. Lo que
interesaba a Bernhardt eran las técnicas de la doctora, poco invasivas,
lo que permitía a las pacientes recuperarse rápidamente. Noël iba así a la contra de prestigiosos doctores como Otto Bames, que
tenía consulta en Los Ángeles y era partidario de “la gran operación”
con la que garantizaba un resultado más duradero, pero también una
cicatriz mayor. La doctora Marifé Prieto, secretaria general de la
Asociación Española de Cirugía Estética Plástica (AECEP), explica que
“Noël prefería intervenir tres veces y que su paciente pudiera hacer
vida normal pronto, algo que defendemos hoy la mayoría de
profesionales”.
“Quiero votar”
Jacquemin contaba que el feminismo de Noël corrió paralelo a su
carrera. “Quiero votar”, decía la cinta que siempre lucía en el sombrero
y con la que recordaba que las mujeres no eran ciudadanas de pleno derecho. Por eso las invitó a iniciar una huelga de impuestos. “Si no hay
igualdad de derechos, no hay obligación de pagar”, dijo, y con ello
llamó la atención del movimiento soroptimista, nacido en Estados Unidos
como una alianza de las mujeres para impulsar sus carreras
profesionales. En 1924 Noël inauguró el primer grupo soroptimista de
Europa en París. Las reuniones eran en el Rotary Club, donde no contaron
con el apoyo de los socios masculinos: “Tuvimos en contra a nuestros
maridos, que veían con malos ojos los almuerzos semanales que
organizábamos sin ellos”, recordaba Noël incluyendo al suyo, André Noël,
dermatólogo con quien se había casado tras la muerte de Pertat, que era
mayor, pero más abierto. Esa oposición excitó su lado más combativo en un momento duro para
ella, pues solo dos años antes había perdido a su hija de 13 años,
Jacqueline, enferma de gripe española. La niña nació durante su primer matrimonio, pero casi todas las
biografías apuntan a que era hija de Noël. Su reacción ante la muerte de
la adolescente podría ser una prueba: André, incapaz de superarla, se
tiró al Sena por el Pont au Change delante de su mujer. Doce meses
después del suicidio, ella leía su tesis doctoral. La firmó con su
nombre de soltera: Suzanne Gros.
Dignificar la estética
Tras el doctorado, funda los clubes soroptimistas de Ámsterdam,
Viena, Berlín, Pekín y Tokio, entre otros. Marie-Christine Le Serre,
responsable de comunicación del de París, explica: “Noël vio la cirugía
estética como una forma de ayudar a sus pacientes a emanciparse social y
financieramente”. Le Serre cree que ante todo “Noël era una feminista”,
aunque es consciente de que relacionar la liberación femenina con la
adaptación a unos patrones de belleza que cosifican a la mujer no es
aceptado por algunos feminismos.
Pero en los años veinte las mujeres no podían hacer casi nada sin el
consentimiento de sus maridos, dice Le Serre, que cree que cualquier
arma era buena para salir adelante: “Por eso es anacrónico juzgar a Noël con criterios actuales”.
Su drama personal y el arranque del Club Soroptimista fueron el
inicio de una vida solitaria e hiperactiva para Noël, que en 1926
publica un libro único: La cirugía estética. Habla de las técnicas
aprendidas y de sus aciertos, pero también de sus errores, algo nunca
visto entre sus colegas. Por primera vez emplea fotografías y modelos
reales, no maniquíes, y lo escribe para compartir sus conocimientos,
muchos aprendidos sola y sobre la marcha, y para dar entidad y prestigio
a la cirugía estética, disciplina que en la Facultad donde ella estudió
aún definían así: “Una práctica inútil para coquetas”.
Contra el nazismo
Ese desprecio por su tarea la obligó a mantener la consulta de su
casa, pues no siempre había un hospital abierto a contratarla. También
la enseñó a defenderse del fuego amigo, que no le faltó. Y si la ciencia
reaccionaba mal ante su labor, no cuesta imaginar lo que pensaba la
Iglesia católica: “Condenaba sus prácticas excomulgando a quienes se
atrevían a rectificar el trabajo del Creador”, informa Le Serre. Pero el
enemigo a batir para Noël no era Dios, sino hombres de carne y hueso. Hitler, por ejemplo, y por eso dedicó parte de su trabajo y su dinero a operar a los perseguidos por el nazismo. “Vas a perder a tu hombre. Aunque se tiña sus cabellos, le delata su
nariz”, dice la Balada de Maria Sanders de Bertolt Brecht. El poema
refleja la realidad de Noël en la Segunda Guerra Mundial, años en los
que dejó las liposucciones y los liftings para hacer rinoplastias a los
judíos que huían de la Gestapo. Más tarde puso sus manos al servicio de
las cicatrices, las quemaduras y las secuelas que habían dejado en sus
cuerpos los campos de concentración.
Una beca y un sello
Tras la contienda, su disciplina adquirió prestigio y se convirtió en
una especialidad de hombres. “Fue la quintaesencia de las profesiones
masculinas”, explicaba Jacquemin. En los noventa, la situación seguía
igual, e incluso hoy, a pesar de ser más del 50% en las Facultades de
Medicina, las herederas de Noël tienen que pelear por su espacio. Marifé Prieto explica que, durante sus prácticas, hasta los pacientes le
pedían la cuña pensando que era enfermera. “Aún cuesta concebir una
mujer-madre-cirujana”, cuenta quien forma parte de un grupo femenino
dentro de la AECEP en el que las cirujanas comparten experiencias y se
apoyan: “En la Sociedad Española de Cirugía Estética nos invitan poco: menos de un 10% de los ponentes son mujeres. Creando este grupo evitamos pedir favores”.
También en eso fue pionera Noël, que fue la primera francesa en
dirigir una sociedad médica. Solo limitó su actividad cuando perdió
visión a causa de una catarata, pero una vez recuperada siguió con su
doble misión: operar y luchar por las mujeres. Murió en 1954 y desde entonces el Club Soroptimista la recuerda cada
año otorgando una ayuda económica a una cirujana plástica. En las
universidades, sin embargo, apenas la nombran. Prieto cuenta que ella
conoció su vida y su obra por su cuenta, no en un manual de cirugía. La
beca y un sello que en enero le dedicó el servicio postal francés son
las únicas huellas visibles de una doctora que intentó hacer justicia
con el bisturí.
Los agujeros del ‘STOP’ parecen de bala. Ignoramos qué intentaba detener
esa señal, pero está claro que no detiene nada, medio muerta como ha
quedado al borde de una carretera que divide en dos mitades el
descampado de la fotografía. Entiéndase por descampado, con
independencia de lo que diga el DRAE, un lugar inhóspito como el
domingo por la tarde o como el corazón de Aznar. Medio muerta ha quedado
la señal de tráfico de esa carretera de segunda que conduce al
infierno . Lo que se aprecia al fondo es el esqueleto de diversas
construcciones de la época de la burbuja inmobiliaria, cuando si pasabas
por delante de un banco, de camino al mercado, te obligaban a entrar a
punta de pistola para ofrecerte un crédito hipotecario con el que harías
el negocio de tu vida, pues si al cabo de un año tuvieras dificultades
para satisfacer las cuotas, podrías revender la casa, aun sin haber
llegado a escriturarla, obteniendo un 10% o un 20% de beneficios. Hay palabras que entran en la circulación corriendo y que salen a toda velocidad. Subprime es una de ellas. Apareció con la crisis para nombrar los préstamos que el banco concedía
a sabiendas de que no se podrían devolver, y desapareció de nuestras
vidas cuando se comenzaron a montar los cimientos de la burbuja
inmobiliaria en curso. Significa que, tal y como demuestra la imagen, no
han desaparecido las llagas purulentas de la anterior y ya estamos
metidos de hoz y coz en otra. No hay más que ver cómo suben los precios
para deducir que un nuevo apocalipsis del ladrillo nos aguarda a la
vuelta de la esquina.
Hasta hace no mucho, bastantes espectadores de pintura reconocían el
momento que el artista había decidido aislar. Ahora demasiados no tienen
ni idea de nada.
EN UNA VIEJA novela hay un personaje llamado Mateu, guardián del
Museo del Prado, al que el padre del narrador, Ranz, con un cargo en
dicha pinacoteca, sorprende una noche chamuscando con un mechero el
marco del único Rembrandt de la colección, que no se sabe —o no estaba
claro cuando se escribió la novela— si representa a Artemisa o a
Sofonisba. Mateu va acercando su llama peligrosamente al lienzo. Ranz
descuelga un extintor de la pared y lo sujeta oculto a su espalda,
considerable peso. Como cualquier movimiento en falso puede dar al
traste rápidamente con la obra maestra de 1634, se aproxima con cautela e
intenta distraer a Mateu, que lleva veinticinco años en el museo. “¿Qué
hay, Mateu? ¿Viendo mejor el cuadro?”, le pregunta con calma. “No,
estoy pensando en quemarlo”, responde éste desapasionadamente. “Pero,
hombre, ¿tan poco le gusta?” Contesta el guardián: “No me gusta esa
gorda con perlas, estoy harto. Parece más guapa la criadita que le sirve
la copa, pero no hay manera de verle bien la cara” El cuadro muestra a tres mujeres, a Sofonisba iluminada y de frente (que
en efecto es gruesa y luce perlas), a la criadita joven de espaldas,
que le ofrece una copa quizá con veneno (según sea Artemisa o
Sofonisba), y a una vieja en sombras. “Ya”, dice Ranz, “fue pintado así,
claro, la gorda de frente y la sirvienta de espaldas”, a lo que Mateu
responde, cargándose de razón: “Eso es lo malo, que fue pintado así para
siempre, y ahora nos quedamos sin saber lo que pasa; no hay forma de
verle la cara a la chica ni de saber qué pinta la vieja del fondo, lo
único que se ve es a la gorda con sus dos collares que no acaba nunca de
coger la copa. A ver si se la bebe de una puta vez y puedo ver a la
chica si se da la vuelta”. Ranz le razona: “Pero comprenda que eso no es
posible, Mateu, las tres están pintadas, ¿no lo ve usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda que no hay
manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro”. “Por eso
me lo cargo”, reitera Mateu con gran fastidio.
No contaré el desenlace, no vayan a acusarme de destripar, pese a los
veintiséis años transcurridos desde que se publicó este episodio. Lo
cierto es que no he podido por menos de acordarme de él al ver la reciente película Loving Vincent,
de Dorota Kubiela y Hugh Welchman. En ella sucede justamente lo que
anhelaba el guardián Mateu: los muy famosos cuadros de Van Gogh, sus
paisajes, sus retratos, cobran vida, se independizan y continúan. Las
personas que pintó, el jefe de correos Roulin, su hijo Armand, el Père
Tanguy, el célebre Doctor Gachet, su hermano Theo, Marguerite Roulin a
la que inmortalizó tocando el piano, el gendarme, el zuavo, el barquero,
todos hablan y se mueven y se los ve desde diferentes ángulos. Los
cuervos sobrevuelan los campos de paja, el tren avanza por el puente que
atraviesa el río, las farolas y las estrellas titilan, la tormenta se
abre paso y se arremolina. Si mal no he entendido, cada escena se rodó con actores (destaca el
excelente Jerome Flynn, de Juego de tronos) y después cada fotograma
(más de 65.000) fue pintado a mano “a la Van Gogh”. El efecto es
sorprendente y sin duda grato de contemplar. Los movimientos de los
personajes son pastosos y espasmódicos como sus pinceladas, las
perspectivas distorsionadas como las de sus cuadros, pero bien
reconocibles; los colores son fieles, sobre todo los amarillos (los de
los campos, el de la chaqueta de Armand Roulin). El parecido de los
actores con sus modelos pictóricos resulta extraordinario (salvo Van
Gogh), aunque eso tal vez no sea lo más difícil, la pincelada posterior
puede cambiarlos a gusto. El problema es que lo que la película cuenta (una mínima indagación
sobre el suicidio del pintor, con insinuaciones muy débiles de que
pudiera haber sido asesinado) carece de interés. Quizá eso es lo que nos
ocurriría las más de las veces si los instantes de los cuadros tuvieran
un antes y un después; si fuera posible complacer al Mateu que todos
albergamos. Hasta hace no muchos años, bastantes espectadores de pintura sabían ese
antes y ese después, cuando se trataba de escenas bíblicas o mitológicas
griegas. Reconocían el momento que el artista había decidido aislar y
detener en el tiempo, estaban familiarizados con el relato del que
estaba sacado. Ahora demasiados no tienen ni idea de nada, y no es raro
que un estudiante de Historia del Arte identifique a un Cristo
simplemente como “hombre crucificado”. Y cuando las escenas son
inventadas, o costumbristas, o retratos, quizá lo que nos fascina y debe
fascinarnos es su falta de referentes y de antecedentes, de antes y
después, de historia. “Esto es un cuadro”, le decía Ranz a Mateu en
aquel viejo episodio. Hay pinturas ante las que quisiéramos ver más de
lo que se nos enseña: el rostro de alguien que estará de espaldas hasta
la eternidad, para entendernos. Pero esa extraña y a ratos hipnótica
película, Loving Vincent, nos muestra por qué un pintor debe ser sólo un
pintor, jamás un novelista ni un cineasta. La pintura no es narrativa,
sino acaso lo contrario: tiempo sin transcurso, elegido y congelado.