Es la primera mujer que ejerce como defensora del pueblo para la UE.
Su
misión consiste en proteger a los ciudadanos contra el abuso de la
Administración comunitaria.
No le tiembla el pulso al dejar en evidencia
a políticos y altos funcionarios.
EMILIY O’REILLY se levanta cada día con una misión: defender a los
ciudadanos de los abusos que pueda cometer la poderosa maquinaria
administrativa de la UE.
Su
despertador puede sonar en su céntrico piso de Estrasburgo, donde vive
actualmente, o en la solitaria habitación de un hotel de Bruselas,
ciudad que alberga parte de sus funciones.
Lo que no cambia es su
difícil cometido.
Hoy se encuentra en la capital belga para afrontar
varias reuniones clave.
A primera hora se ha visto con un equipo de Frontex (la agencia europea
de vigilancia de costas y fronteras) –“estamos trabajando con ellos
para asegurarnos de que se cumplen los derechos humanos”–.
Y esta tarde
se quedará trabajando en la oficina que tiene en el barrio de Schuman.
Esto no le salva de algunas críticas en el
seno de las instituciones europeas.
“Los ciudadanos no quieren escuchar
discursos abstractos sobre los niveles de democracia.
Lo que desean es
tener un empleo estable, que sus hijos tengan acceso a una buena
educación”, dice.
Ella es una europeísta convencida que quiere demostrar que
la figura que representa está ahí para “escuchar y proteger al
ciudadano”.
Pero es consciente de su limitada capacidad de actuación.
Como sus decisiones no son vinculantes, lo único que la defensora del
pueblo europeo puede hacer es dar voz a los miles de reclamaciones que
recibe de particulares, empresas u organizaciones (unas 2.000 al año) y
reprender a las instituciones europeas cuando demuestra que han cometido
un agravio.
La mayor parte de las quejas que llegan a este órgano independiente
– que maneja un presupuesto de más de 10 millones de euros– están
relacionadas con la falta de transparencia y el difícil acceso a los
documentos públicos.
Se quejaban de que la Comisión no les facilitaba la lectura de informes
específicos sobre las negociaciones”, cuenta Gundi Gudesman, jefa del
gabinete de comunicación de O’Reilly.
Las reclamaciones también tienen
que ver con las políticas aprobadas en Bruselas y los procedimientos de
selección del personal comunitario.
España es el país que más veces
recurre a la defensora, seguido de Alemania, Polonia y Bélgica.
En aquellos años era conocida como la ambición rubia. “Sus artículos eran superiores a los del resto y eso le generó muchos recelos”, defiende Leahy desde The Irish Times.
A ella parecen no importarle esos comentarios.
Es una mujer con
carácter, que “siempre ha luchado por lo que cree”, dice Bernie McNally,
que coincidió con O’Reilly en la oficina del Defensor del Pueblo
irlandés.
Ahora su obsesión es Europa, y su propósito, sacar a relucir
las deficiencias del sistema.
La propia institución investigó el asunto y resolvió que el portugués
no había incumplido la ley.
Pero la defensora sigue insistiendo en que
se tomen más medidas de transparencia sobre los puestos ocupados por los
ex altos funcionarios.
“Este tipo de situaciones transmite un mensaje muy negativo”, sentencia O’Reilly con el gesto fruncido.