Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

31 jul 2009

da disco de John Coltrane es una avalancha.


Cada disco de John Coltrane es una avalancha.

Ballads, Giant steps, My favorite things… Puro magma sonoro que abrasa y retuerce.

Llegar a Coltrane es inevitable. Cualquier puerta que abras para entrar al jazz, te llevará a este gigante en cuyo saxo se condensan los estilos de otros gigantes, valga decir: Lester Young, Coleman Hawkins, Dexter Gordon y Sonny Rollins. John Coltrane sonaba como ellos y como él mismo a la vez, un milagro que sólo se explica porque hablamos de un titán que forjó su estilo estudiando los estilos de sus predecesores y de sus contemporáneos, retando además su propio talento.

John tocó junto a Duke Ellington, Thelonious Monk, Miles Davis, Bill Evans, Freddie Hubbard, Eric Dolphy, Stan Getz… Podríamos continuar nombrando monstruos, pero sería injusto ignorar que lo mejor de su obra lo produjo junto a su cuarteto clásico, ése que formaron el propio Coltrane, McCoy Tyner, Jimmy Garrison y Elvin Jones. ¡Dios! Ese pequeño grupo produjo obras maestras y, entre ellas, una: A love supreme.

Estás en tu casa y nadie te molesta. Sacas A love supreme y lo pones a todo volumen. Sigues el primer movimiento de esa suite grabada en 1964, coreas el mantra y le pones atención al larguísimo solo que cruza buena parte del segundo movimiento. No hayas qué decir. Miras a la pared y piensas que quizás haya una conexión secreta entre la música de Coltrane y las pinturas de Jackson Pollock. Mientras el sonido del saxo hace giros y avanza sobre los demás instrumentos, tú recuerdas los chorretes de colores que abundan en las pinturas del maestro del dripping. Tanto las manchas de los cuadros como los ribetes que adquiere el solo del saxo tenor son muestras de una violencia contenida, un asomo al caos o, más bien, a la belleza del caos.

Piensas en todo eso y sonríes. Te dices que estás loco, que mejor destapas una cerveza y te buscas a alguien con quien compartir esa audición porque si no, terminarás aullando por la ventana. Te calmas. Sigues oyendo el disco. Recuerdas lo que dicen las liner notes de Olé Coltrane. Ahí se cuenta que un tal Franzo King y su esposa Marina llegaron a Nueva York en 1971 y fundaron una iglesia en honor al gran saxofonista. Te ríes. No eres ni de lejos como ese par de locos que exageraron y malentendieron el misticismo de John Coltrane. Quizás él fuera un hombre de fe sincera que buscó y entrevió algo de la luz divina en la música. Pero los locos (los locos que nunca faltan) cargaron las tintas y fundaron la «Church of Saint John Will I Am Coltrane», canonizando de paso a ese músico extraordinario que llevó al jazz hasta lugares donde nadie lo había llevado.

Sigues sentado y la música continúa. Tienes en tus manos el libro de Ashley Kahn sobre A love supreme, pero no lo lees. De pronto te dio por imaginarte el funeral de John Coltrane. No sabes cómo ni por qué ves ante ti a Ornette Coleman y a Albert Ayler tocando durante el servicio fúnebre. Es 21 de julio de 1967. St. Peter’s Lutheran Church, en Manhattan, está llena de gente. Hay músicos, Panteras Negras, periodistas, niños, mujeres, ancianos, hombres normales y corrientes que fueron a rendirle homenaje a un genio.

Tal vez la música de ese disco extraordinario sea un réquiem y sólo ahora nos damos cuenta.

Te quedas perplejo. Una vez más la música te ha llevado a lugares insondables, a sitios que no sabes si existen o no, a momentos que no pudiste vivir, pero que vives porque la música tiene el poder de hacerte recordar aquello que no has vivido y de forjar en tu imaginación lo inimaginable.

De pronto tu mente se calla y acepta una sola verdad: la música es como la luz.

Y la de John Coltrane más.

No hay comentarios: